Era una chica vestida de monja, toda de blanco de la cabeza a casi los pies, pero le delataban los zapatos rojos y el esmalte rosa de sus uñas. Y a José, que era el más listo de la familia, eso no podía pasarle inadvertido, no, de ninguna manera. ¿Quién era aquella muchacha? Volvió a mirar, y vio su bella sonrisa malévola, donde un diente parecía querer dar un paso al frente con rebeldía.
Optó por disimular sus ganas de reír dándole a entender que aún no la había reconocido y así seguir investigando con toda tranquilidad, motivo por el cual ahora se encontraba ante su prima. Hacía tantos años que no la veía, que se creía que Isabel seguía siendo una niña. Y ella era la única interesada en liar las cosas para quedarse con la casa del tío Juan donde nació y a quien cuidaba con tanto esmero. Bastaba mirar a su alrededor, aquel jardín tan bello parecía el mismo paraíso. Recreó la vista y leyó el título del libro que yacía entreabierto, Don Juan Tenorio, y ante él tenía a Doña Inés recitando el texto, aposentada sobre el banco de piedra que tan buenos recuerdos le traía. Y con estudiada sonrisa se plantó ante ella dando lugar que al mirarse ambos a la vez, ya las carcajadas vibraron a dúo, y sin darse cuenta estaban abrazados recordando que eran primos lejanos. ¿Y acaso no se merecería Isabel ser dueña y señora de tan lindo edén?, y ¿por qué no también de su solitario y palpitante corazón?
Había oído hablar a su madre sobre las virtudes de su tío, al cual le atribuía poderes de adivino. Ahora se daba cuenta que los tenía de verdad; él fue quien tramó el plan de legarles media casa a cada uno, sin opción a venderla, para así obligarlos a convivir juntos, sólo una temporada, para que de nuevo surgiera el encanto mágico que, observó siendo niños, poseían ambos al estar juntos.
¡Gracias! Una y mil veces repetía, delante de su tumba, la única palabra que acertaba a pronunciar, al recordar con cariño al viejo con mal genio llamado el tío Cascarrabias. Él, que parecía vivir en un mundo irreal, sin embargo, ni por
un momento en su larga vida olvidó el mundo real. Bien acertó, ya que de vez en cuando conviene darle al amor, por si acaso yace adormecido, un empujón.