El viento acaricia mis mejillas y, paso a paso, llego a la meta, se rompe la cinta al contacto y mi cuerpo salta alegre. El cansancio nubla mis ojos, apenas distingo a la gente, a todos los veo igual, hombres, mujeres, sólo multitud. Quiero enderezarme, erguirme y no puedo. El aire me alivia y me recompensa. No siento las piernas y un grato halo me envuelve tan ligero que me desmayo, pero… ¿qué es la inconsciencia? Se está tan bien en ella.
Me despierto feliz, perdida la noción del tiempo, segundos, minutos, pero nadie a mi alrededor es capaz de decirme, con exactitud, el tiempo que he permanecido desvanecida. ¿Acaso importa? Las felicitaciones se suman y los abrazos se multiplican, y feliz me uno a la fiesta a representar mi papel. Y como heroína ganadora me pregunto: ¿habrá valido la pena el esfuerzo?
¡Para mí, sí! Después de haber estado meses sin andar y creer que nunca
volvería a hacerlo. – ¿Sólo un milagro hará que su hija vuelva a andar? Cuan crueles palabras oídas por una adolescente, postrada en una cama inmóvil.
Yo nunca vi llorar a mi madre, me bastaba con ver su rostro y sus ojos que me rehuían cada vez que estábamos frente a frente. Y en este momento, ya sí puedo distinguir, perfectamente, a la señora que se acerca llorando; es mi madre y ahora sí deja que la vea llorar. Y aunque ella no comprende del todo mi sacrificio, después del accidente, ya que prometí que si algún día volviera a andar, ella lloraría, pero, de felicidad y ha valido la pena. ¡Misión cumplida!
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Amèlia Llull